Los días pasaban y la situación se volvía más apurada. La lluvia no cesaba y el trabajo en el campo no era posible. Los jornales, días trabajados días pagados, no se hacían. No había dinero para comprar comida. Vivíamos en el campo, al fondo de una finca de la que no podíamos tocar nada, pues el patrón no dejaba que nadie se metiera. Ni los mangos que caían maduros al suelo era posible recogerlos.
La abuela, afligida, pero con una presencia de ánimos que nunca dejó de tener, nos envió a recoger hojas de huerta. Se las llevamos y nos pidió que no estuvieramos afuera de la casa. Al cabo de una hora vimos que salió con su mejor ropa, vieja, pero limpia, y nos llamó: "Dejo los tamales al fuego. No los vayan a tocar mientras estoy afuera. Solo asegúrense de mantener el fuego encendido". Luego, agarró rumbo al pueblo.
La abuela tardaba en llegar. Pero el fuego estaba atizado por nuestro interés en comer esos tamalitos que había preparado. Mi hermano mayor estaba impaciente y quería meter la mano en la olla y sacar uno de los tamales. Pero mis otros dos hermanos y yo lo detuvimos: "respetemos lo que nos dijo la abuela, no los toquemos hasta que ella vuelva". La espera nos torturaba mucho.
Al cabo de dos horas y media, o tres horas, la abuela regresó del pueblo. Venía cargada de bolsas.
Entró a la casa y, como era natural, le pedimos tamales, pues ya se habían cosido lo suficiente. "Hijitos, nos dijo; esos no son tamales" Y comenzó a llorar. No sabíamos que hacer, pues no sabíamos por que lloraba.
"Lo que puse a cocinar fueron piedras envueltas en hojas de huerta, para que se entretuvieran pensando en que iban a comer, mientras yo iba al pueblo a pedir comida para ustedes. Dios escuchó mis plegarias y les pude traer frijoles, arroz, tortillas".
El recuerdo de ese día marcó mi vida. Amaba mucho a mi abuela. Desde ese momento, la adoraba.
lunes, 25 de junio de 2012
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